Si eres futbolero – o futbolera – y alguien te menciona al “fideo de Sudamérica”, es probable que, sobre todo tras la victoria de Argentina en el pasado mundial de Catar, pienses en Angelo Di María, ese extremo izquierdo desequilibrante que, gracias a una segunda juventud, realizó un mundial impecable, ayudando a Argentina a levantar el tan preciado trofeo.

Di María es conocido, mundialmente, como “El Fideo”.

Pero no. Cuando hablamos de viajes, el “fideo de Sudamérica” no es otro que Chile.

Ese país de morfología alargada y estrecha, que aparece apocado y presionado por las bravas aguas del Pacífico y la imponente muralla pétrea de los Andes, ha sido, históricamente, uno de los olvidados – turísticamente hablando – de Sudamérica.

Sin embargo, durante las últimas décadas la situación ha ido cambiando, posicionándose, en cuanto a número de visitantes anuales, en tercer lugar y muy cerca de Argentina y Brasil, que son los dos únicos países de la zona que le superan.

Por fin se hace justicia con un país que muestra una diversidad paisajística, cultural y gastronómica que logra que vivas varios viajes dentro de uno mismo.

He visitado Chile en tres ocasiones, recorriéndolo de punta a punta. En mi mochila, y en mi memoria, guardo recuerdos increíbles de los grandes momentos vividos allí.

He tenido la suerte de asistir a una boda chilena; de conocer mitos y leyendas de otros tiempos; de hacer nuevos amigos de por vida; de probar platos cocinados de una manera ancestral; de aprender sobre la fascinante, y dura, historia de un país desconocido e intrigante; y de admirar unos paisajes que aún hoy regresan a mi mente en esos momentos en los que la vida me parece algo anodina y vulgar.

Recorrer Chile es una experiencia viajera que no te puedes perder.

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Chile de Norte a Sur: un mosaico paisajístico sin igual

Lo que más me fascinó de Chile es su gran diversidad de paisajes.

Lo reconozco: soy más de campo que las amapolas.

Eso no quiere decir que no disfrute de las ciudades, de sus murales de arte urbano; de sus concurridas plazas; de sus mercadillos – lugares siempre interesantes para descubrir la vida local -; de sus obras de teatro o conciertos; de sus monumentos; de sus “terraceos” y su marcha nocturna… En definitiva, de todo lo que conlleva la civilización occidental.

Sin embargo, me siento más cómodo en la naturaleza. Las montañas, bosques, lagos, glaciares, desiertos, ríos, playas, praderas y campos me atraen con la fuerza de mil imanes.

Siendo así, es normal que me sintiera feliz en Chile, donde encontré una diversidad paisajística que es complicado hallar en muchas partes del mundo.

Ese fideo sudamericano se extiende desde los desiertos del norte hasta la deshabitada región patagónica meridional.

Entre ambos polos opuestos, un mosaico que presenta una belleza natural tan sobrecogedora que parece la obra de un ente superior, o de un pintor loco que ha lanzado sus coloridas pinturas al azar sobre un lienzo.

En el norte, el desierto de Atacama me produjo la inequívoca sensación que logran esas vastas extensiones de arena: me sentí insignificante y, plácidamente, perdido.

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Durante sus frías noches, la bóveda celestial se llenaba de un sinfín de estrellas que, sobre todo cuando no miraba, en una actitud como avergonzada o secretista, se lanzaban a una carrera sideral a la que muchos insisten en pedirle deseos irrealizables.

Cerca de allí, pero algo más al sur, aparece cierto verdor en el Valle del Elqui. Aquí tienen su cuna varios buenos vinos chilenos, parte de los cuales probé en las interminables noches “carreteando” (salir de fiesta, en chileno) en Santiago.

Precisamente, no lejos de la capital se encuentran las bellas playas oceánicas de Maitencillo. Allí, el agua del Pacífico es mucho más fría y más oscura que la de mi querido mar Mediterráneo. Cada brava ola que llega a la orilla te recuerda que eres tan sólo un invitado a ese paraíso de vastos arenales de aspecto salvaje.

Algo más al sur, cerca de la pequeña localidad rústica de Pucón, es el río Trancura el que presenta aguas bravas. Allí viví la experiencia del rafting, aunque sigo teniendo clavada la espina de no haber probado esa actividad en el mítico Futaleufú.

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El Futaleufú es un río mestizo, naciendo en Argentina para morir en el chileno lago Yelcho. La parte chilena regala algunos de los mejores rápidos del mundo, de categoría V.

Pero antes de llegar a él, aún tenemos que atravesar las tranquilas aguas del lago Llanquihue, en cuyas orillas reposan pueblos tan encantadores como Frutillar o Puerto Varas y en cuyo espejo de agua se refleja la imponente silueta del volcán Osorno.

El Osorno parece ese volcán que todos hemos dibujado de pequeños, con su perfecta forma cónica en la cima y ese parche de hielo imperecedero coronándola. A pesar de su inaccesible aspecto, se puede ascender al cráter con excursiones organizadas.

Desde esta zona se puede viajar a Puerto Montt, ciudad de la que parten los barcos que te acercan al archipiélago de Chiloé.

Chiloé fue uno de los lugares que más me marcó durante mis viajes por Chile.

La gente que habita estas islas azotadas permanentemente por el viento y el clima inestable parece hecha de otra pasta. De ellos te hablaré más tarde.

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Las islas de Chiloé te permiten comunicarte en primera persona con la madre naturaleza. Bosques y playas salvajes, dramáticos acantilados y leyendas mitológicas son los aderezos ideales para vivir una aventura memorable en ellas.

Finalmente, la Patagonia chilena se me presentó en su esencia más pura cuando visité el Parque Nacional de las Torres del Paine. Si te gusta el senderismo, aquí te encontrarás en el paraíso. Podrás elegir entre varias rutas de distinta duración y dificultad. Yo escogí la mítica de la W, recorriendo parches boscosos, típicas tundras patagónicas y lagos glaciares antes de acabar la aventura en el mirador que da a las espectaculares Torres del Paine.

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Como ves, se trata de un país sin parangón y mereces conocerlo sabiendo que, de principio a fin, estarás en las mejores manos. Un accidente recorriendo sus carreteras, un resbalón durante un trekking que derivara en un esguince, el mal de altura, algún alimento en mal estado que te causara problemas digestivos… se podría traducir en facturas de miles de euros en gastos médicos. En cambio, al contar con el mejor seguro de viaje a Chile tendrás garantizado el acceso a grandes especialistas sin tener que pagar nada de tu bolsillo.

El IATI Mochilero es el mejor seguro para este destino y el que necesitas. Además de contar con un enorme colchón para gastos médicos que te asegura ser tratado en centros sanitarios de primer nivel, cuenta con otras coberturas enfocadas a un viaje como el tuyo. De esta manera estarás también cubierto en casos como robo, problemas con tu equipaje, incidentes con tus transportes y, entre muchas más, la tan costosa repatriación.

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Su gente, otro de los tesoros de Chile

Un país puede ser extremadamente bello, pero siempre nos faltará algo si no conseguimos conectar con la gente que lo puebla.

Tras viajar por Chile durante meses, tuve la fortuna de conocer a gente impresionante. Es cierto que me abrió mucho las puertas el hecho de que uno de mis mejores amigos de la infancia viviese en Santiago de Chile y me invitara a su boda, pero luego viajé en solitario y descubrí la esencia de los chilenos.

Según mi experiencia, los chilenos no son tan rápidos en la amistad, o tan abiertos, como los colombianos o los argentinos. Sin embargo, cuando por fin consigues penetrar esa primera capa superficial, si te muestras cercano y noble, conseguirás un amigo de por vida.

Torres del Paine

Como suele suceder en casi todos lados, en las grandes ciudades, como Santiago de Chile o la Valparaíso que enamoró a Pablo Neruda, es más complicado conocer a gente. En ellas, el ritmo de vida es acelerado y el contacto superficial.

Sin embargo, recuerdo mi experiencia en las islas de Chiloé como algo mágico.

Allí me alojé – por pura casualidad, pues no había reservado nada y me recomendó el lugar el chico que controlaba los billetes en un autobús – en una granja que regentaba Emilia, una mujer robusta y ceñuda que hacía tiempo que había celebrado los cincuenta.

Los primeros días intercambiamos las palabras justas para saber cómo se accionaba el agua caliente de la ducha y cuál era el camino hacia la mítica playa virgen de Cole Cole.

Precisamente el día que realicé el trekking a la playa, al volver empapado, hambriento y desanimado, algo en Emilia se abrió y se convirtió, en poco más de una semana, en una auténtica madre en el exilio.

Fue ella la que me dio la llave para descubrir el intenso mundo cultural chilota. Los habitantes de Chiloé son casi una raza aparte en Chile. Tienen sus propios platos típicos – como ese delicioso curanto que es cocinado bajo tierra -, sus propias costumbres y leyendas.

Entre estas últimas, me quedo con la de El Caleuche. Emilia me la contó a la luz de un acogedor fuego.

El Caleuche es un barco fantasma que navega las noches sin luna por el litoral del sur de Chile. Tripulado por brujos y fantasmas, en su iluminada cubierta se realizan bailes y suena la música. Algunos curiosos marineros se sienten atraídos por la algarabía y nunca más son vistos en el mundo de los vivos.

Gastronomía y actividades al aire libre

Paisajes impresionantes y buena gente. ¿Qué más se le puede pedir a Chile? Pues una rica gastronomía y poder realizar un sinfín de actividades.

En cuanto a lo primero, los más de 6.000 kilómetros de costa que posee el país hace que Chile ofrezca muy buenos pescados y mariscos. Pero también los magníficos asados de carne chilenos sirven de gran excusa para organizar una reunión social.

Algunos platos típicos de la mesa chilena son el pastel de choclo (maíz), las empanadas (de carne o verduras), el codillo de congrio, las machas a la parmesana (una variedad de almeja chilena que se hornea con queso parmesano) o la cazuela chilena (contundente sopa de verduras con carne y arroz, muy parecida al sancocho).

Definitivamente, un foodie puede realizar un buen viaje gastronómico por Chile.

Si eres más de experiencias al aire libre que de mantel en restaurante, no te preocupes.

lo mejor de Chile

En Chile ascendí montañas, caminé por glaciares, descendí ríos bravos, me bañé en océanos y lagos, conduje quads por el desierto y volé en parapente.

Fueron todas actividades emocionantes que me hicieron sentir muy vivo. Sin embargo, de aquellas semanas durante las que viajé por el fideo de Sudamérica me quedo con la profunda sensación de estar horadando una tierra ancestral, agradecida, pero también orgullosa y exigente, poblada por gente acogedora, hospitalaria, noble y, sobre todo, real.

En los días en los que, como hoy, las gotas de lluvia resbalan por la ventana de la habitación en la que trabajo, aparto la mirada de la pantalla, cierro los ojos y recuerdo aquella isla perdida de Chiloé. Aquel atardecer en el que, apostado casi en el límite de un gran acantilado, contemplaba cómo olas de tres metros golpeaban con furia sus pétreas raíces.

A lo lejos, en el horizonte, me pareció ver un buque de varios mástiles que avanzaba lentamente en contra del viento. Su cubierta se hallaba iluminada de forma fantasmagórica… Pero también irresistiblemente atractiva.

Crónica viajera y fotos por David Escribano, de Viajablog.


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